El Concorde —que ahora algunos quieren resucitar— parecía milagroso. Los aviones subsónicos de mediados de los años 60 tardaban unas ocho horas y media en viajar desde París hasta Nueva York, pero este prodigio aeronáutico lograba hacer ese mismo trayecto en 3,5 horas. Lo hacía, eso sí, con un coste astronómico en términos de gasto de combustible —que en parte pagaban los pasajeros—. Aquella maravilla no compensaba, y los responsables de la aviación comercial se dieron cuenta de que los tiros no iban por ahí aunque ahora el viejo sueño haya vuelto. Sea como fuere, así fue como comenzó una pequeña gran revolución en este segmento. Una en el que las alas fueron la clave.
Esto no renta. El Concorde era una maravilla, pero el problema es que no rentaba. La alta resistencia aerodinámica que experimentaban los aviones que volaban a velocidades por encima de Mach 1 imponía un coste de combustible enorme. Las cabinas además tenían que ser más pequeñas y albergaban a menos pasajeros, lo que hacía que cada vuelo de Concorde planteara un problema económico que se agravó con la crisis del petróleo de principios de los 70.
De A a B, pero lo más barato posible, por favor. En lugar de buscar volar más rápido todavía, los fabricantes de aviones comerciales se dieron cuenta de que el futuro pasaba por volar lo más barato posible. Eso permitiría masificar los vuelos comerciales e impulsar aún más una industria que no paraba de crecer. ¿Cómo lograr vuelos más baratos? A alguien se le ocurrió que igual la clave estaba en las alas.
Perfil aerodinámico supercrítico. A principios de los 60, el ingeniero aeronáutico Richard T. Whitcomb trabajó en ese problema que ya antes había sido planteado por el especialista alemán K. A. Kawalki durante la Segunda Guerra Mundial. Withcomb ideó lo que llamó un “perfil aerodinámico supercrítico” para reducir la resistencia aerodinámica. Como explica la NASA, comparada con un ala convencional el “ala supercrítica” (SCW por sus siglas en inglés) es más plana en la parte superior y más redonda en la parte inferior, y se caracteriza —como explica en detalle el expiloto comercial Michael Soroka— además por una curva singular en el llamado borde de fuga. Un “ala supercrítica” está diseñada para detener la formación de una onda de choque, lo que reduce la resistencia aerodinámica, mejora la capacidad de control y disminuye el consumo de combustible.
Esto marcha. Como explica un documento de la NASA, Withcomb se centró en un diseño que a velocidad Mach .90 generaba un 5% menos de resistencia aerodinámica que los perfiles aerodinámicos convencionales. Probaron el diseño en el túnel de viento y se vio que aquello tenía futuro, así que la NASA quiso probar esa solución en un avión real. Ahí es donde nació nuestro protagonista.
TF-8A. Como señalan en SlashGear, en lugar de crear un nuevo avión de cero adaptaron uno ya existente. Escogieron el Vought F-8A Crusader de la Marina de los EEUU, que podía alcanzar velocidades de Mach 1.7. En su diseño este avión de combate incluía un ala que se articulaba hacia arriba durante el vuelo a baja velocidad para mejorar la capacidad de control al aterrizar en portaaviones. Fue en este avión donde se cambiaron las alas por alas supercríticas fabricadas por Rockwell International. Aquel nuevo modelo recibió el nombre de TF-8A.
Necesito pista. El ala supercrítica del TF-8A era esbelta y elegante, pero no tenía flaps que aumentaran la sustentación a baja velocidad. Eso hizo que el avión necesitara una pista muy larga para despegar y una aún más larga para aterrizar, porque lo hacía a una velocidad vertiginosa de 320 km/h (un Airbus A320 actual lo hace a unos 250 km/h). Para resolver el problema, la NASA eligió una pista de aterrizaje natural: el Rogers Dry Lake del desierto de Mojave.
Éxito. El primer vuelo de prueba se produjo el 9 de marzo de 1971 con el piloto Tom McMurtry a los mandos. Aquella vez el avión fue despacito, y alcanzó una velocidad máxima de 420 km/h. Dos meses después el avión acabó alcanzando ya velocidades supersónicas. Las pruebas continuaron, y la NASA confirmó que “la SCW había aumentado la eficiencia transónica del F-8 hasta en un 15 por ciento y había demostrado que los transportes de pasajeros con alas supercríticas podían aumentar los beneficios en un 2,5 por ciento respecto a los aviones con alas convencionales”.
Un 2,5% es mucho. Puede parecer poco, pero ese 2,5% de ahorro suponía unos ahorros de 78 millones de dólares (de 1974) al año en un avión de 200 pasajeros. Al cambio eso suponen 500 millones de dólares en la actualidad… por avión. Mucho dinero y mucho ahorro. En la actualidad la tecnología de perfil aerodinámico supercrítico es utilizada en los diseños de muchos aviones de las aerolíneas modernas, incluidos los gigantesco Boeing 777 y Boeing 787 y toda la familia Airbus A300.
Imagen | NASA
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La noticia El TF-8A cambió la aviación comercial para siempre. La culpa fue del “perfil aerodinámico supercrítico” fue publicada originalmente en Xataka por Javier Pastor .